segunda-feira, 25 de maio de 2009

Llegar a viejo



El Próximo mes de Junio cumplo sesenta y cinco años, lo cual significa que oficialmente entro a la “tercera edad”, y se me puede llamar viejo sin ello signifique nada más que la verdad pura y simple, aunque todavía –creo yo- faltan algunos años para que se me denomine como anciano.

Una cifra como esta significa muchas cosas, es motivo de reflexiones por parte de quien llega a ella, y quiero compartir con ustedes algunas.

En primer lugar caí en cuenta de que envejecer no solamente era un proceso natural, era también un proceso social, en la medida en que los demás empiezan a vernos de manera diferente, a tratarnos a veces con mucho respeto, (y aclaro que no siempre, en este país de gente grosera y maleducada), y en otras con fastidio sin llegar a decirlo, pero que uno lo percibe. También que uno empezaba a sorprenderse de cuán poca edad tienen los demás, sobre todo cuando se trata de los médicos que regularmente lo atienden por las dolencias propias de los “viejos”, que aparecen irremediablemente.

Que la mayor diferencia radicaba, socialmente, en que de jóvenes mirábamos hacia adelante, llenos de ímpetus y esperanzas, pero de manera ingenua porque desconocíamos las trampas de la vida; y que de viejos mirábamos hacia atrás, sorprendiéndonos que hubiésemos llegado tan lejos, que sorteáramos tantas barreras y que nos conserváramos incólumes, aunque ya sin mayores esperanzas.

Por otro lado, reflexionaba que si envejecer era un inevitable proceso natural, la única posibilidad que quedaba ante él era conducirlo de la manera más conveniente para las particulares condiciones físicas y psicológicas de cada quien. Y observé en personas de mi misma edad cómo, algunos trataban de hacerse más amables y complacientes, intensificando sus contactos con los demás, para no sentirse excluidos, y otros trataban de de retirarse discretamente, sobre todo cuando toda su vida habían dado demasiada importancia a la apariencia física, o se estaban quedando sordos, o no comprendían o no les interesaban los temas sobre los que hablaban los demás.

Que para afrontar con dignidad esta realidad se trataba, ni más ni menos, de introducir en el proceso natural la mayor cantidad de libertad posible que los demás aceptaran sin irritarse, preocuparse por nosotros, o incluso envidiarnos por tener esa libertad que permite la sabiduría de los años y la experiencia de muchos caminos recorridos. De aligerar el equipaje vital, desprendiéndose de muchas cosas, alejándose de ciertas alegrías y sufrimientos que ya no son propias de esta edad, y de caminar por una discreta senda interior en la cual se es amo y señor de las decisiones más importantes, si envidiar ni amargarse al no tener los encantos de la juventud, ni desvelarse por no tener ya lo que ya no se pudo alcanzar en la vida, por la razón que fuera.

Manuel Formoso escribió, por allá de 1995, que debía tenerse a la libertad como recompensa para el espíritu que sepa desarraigarse de las cosas materiales, como actitud ante un mundo cambiante y desconcertador, porque los puntos de referencia que antes nos guiaban, ya no están donde solían estar… siendo esta libertad el bien más preciado al que podía aspirar un viejo. Y si consigue conquistarla podrá enfrentar mejor los acosos de la salud declinante, el alejamiento de los estuvieron cerca o el vértigo de un mundo excesivamente sonoro y rápido, que cada día resulta más absurdo e incomprensible.

Y reflexioné acerca de cómo, amigos y amigas de la misma edad, que entraban en ciclos depresivos profundos por sentirse alejados de sus ilusiones, se alejaban de lo más importante: el dejarse invadir cálidamente por los recuerdos felices del pasado, en vez de lamentarse por lo no logrado o por las cosas que se fueron perdiendo en el camino. Permitir que regresen como fantasmas complacientes, decía Formoso, aquellos que nos amaron, recuperando su trato en ese nivel e intensidad. Sería como convertirse en un acogedor palomar al sol al cual llegan los más queridos fantasmas, poblándolo de recuerdos amables.

Recordé de inmediato un verso del Padre Suárez Veintimilla, que decía “recuerdos, palomas que parten al alba y todas las tardes retornan al nido, trayendo una nueva canción en sus alas”, asociándolo con los vuelos que de jóvenes emprendimos y de los cuales regresamos hoy, llenos de canciones amables que solamente nosotros comprendemos: los rostros de quienes amamos, los logros más íntimos, las conquistas más secretas, las lágrimas derramadas con cierta dulzura.

Por ello es que se dice que los viejos inventaron la memoria para seguir viviendo, que el viejo es él y sus recuerdos. Y que cuando sonríe, es que se está trasladando, por la memoria, aun instante de felicidad de su lejana juventud. El descubrimiento de la persona amada, la llegada de los hijos, los logros académicos y profesionales, las aventuras secretas, los paisajes contemplados. Decía Enrique Obregón que la sonrisa de un viejo es como la luz que percibimos de una estrella, que nos llegó cuando ha dejado de ser luz en un tiempo sideral que los hombres desconocemos. Y que las personas que tiene una larga vida están como suspendidas en el tiempo: forman parte de un presente, sin ser, porque solamente fueron, y nunca integrarán un futuro porque no serán ya más.

Me llegaron a mi memoria entonces estas palabras: el joven libra una batalla con la vida, el viejo, contra la muerte. El primero piensa que ganará, el segundo sabe que su lucha está perdida. El triunfo sobre la vida es por un rato nada más, pero eso lo entiende el joven cuando deja de serlo.

Luego pasé a las cosas que quise hacer y no lo logré. Entre ellas estaban el haber aprendido a tocar algún instrumento musical, el haber volado en ala delta desde una montaña, viajar en globo o pasear tranquilamente a bordo de un crucero de lujo, haber sido un mejor padre y no haber causado algún dolor a los hijos, haber tenido un carácter más dulce y cariñoso. Pero no me causó tristeza, acepté con resignación que mis limitaciones personales me habían hecho como era, que mis errores eran tantos como mis aciertos, y que el bagaje de mi amor no se había agotado.

Finalmente, que debía haber pedido perdón con más frecuencia, pero que ya era muy tarde para ello porque el dolor causado se había disipado con el perdón recibido. Y que no había nada que envidiar ya, que la vida había sido buena, y dura, y dulce, y amarga, y alegre, y triste, y todo ello junto en un caleidoscopio maravilloso de mil colores. Y que lo logrado era el resultado de las propias decisiones.

Alfonso J. Palacios Echeverría

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